lunes, 30 de noviembre de 2015

JUAN MANUEL DE PRADA Un delirio de autodestrucción


Juan Manuel de Prada
Lejos de mostrar una determinación inquebrantable en la defensa de los principios que fundaron su civilización, el pudridero europeo proclama fatuamente que no existen principios de validez universal, sino más bien valores particulares que no deben confrontarse con los valores procedentes de otras culturas. Vindicar los valores propios se convierte automáticamente en un ejercicio de prepotencia intelectual y  fundamentalismo religioso; y cualquier intento de defender esos valores se considera una imposición inaceptable, puesto que todos los modos de vida se consideran igualmente legítimos y respetables. Todo ello acompañado, además, de un brumoso y atenazador complejo de culpa que ha sumido al pudridero europeo en un estado de parálisis. A veces, esta actitud suicida adquiere ribetes esperpénticos: lo hemos visto durante las últimas semanas, con la borrachera de insensato buenismo desatada por la llamada 'crisis de los refugiados', que en realidad no es otra cosa sino una migración masiva provocada por los fanáticos del Estado Islámico que, con la colaboración (o siquiera omisión) de Occidente, están vaciando Siria, para reconfigurar el mapa de la zona y, de paso, diluir (¡todavía más!) la moribunda identidad cristiana del pudridero europeo. Al único mandatario europeo que ha actuado con cordura, el húngaro Orban, se le ha puesto como chupa de dómine; y, entretanto, Rusia, la única nación que ha tenido la gallardía de enfrentarse con los fanáticos mahometanos, es anatemizada por defender los valores tradicionales que fundaron la civilización cristiana. 
Durante los últimos años, entre el barullo informativo con que tratan de embotar nuestra conciencia, ha llegado hasta nuestros oídos noticia de la persecución feroz desatada contra los cristianos en diversos lugares donde los chacales del Estado Islámico han logrado instalar sus reales. Y estas persecuciones feroces no deben hacernos olvidar las formas más sofisticadas y sibilinas de hostilidad que al mismo tiempo se están desarrollando en el pudridero europeo, al amparo del laicismo (que es el traje respetable que se pone el odio teológico). Se trata de fenómenos de apariencia diversa que, en realidad, son el anverso y el reverso de una misma moneda: Europa se ha entregado a un delirio de autodestrucción, propio de las organizaciones sociales en decadencia; Europa ha decidido otorgar carta de naturaleza a corrientes de pensamiento que pretenden situarse de espaldas a la Historia, considerando insensatamente que el cristianismo es la causa de todas nuestras calamidades; Europa empieza a mirar con desconfianza, e incluso con rencor, sus raíces cristianas, y la vida pública se configura sobre la exaltación del indiferentismo religioso y moral. Así se explica la pasividad, indiferencia o sórdido desdén con que los organismos políticos y los medios de comunicación europeos tratan la persecución y martirio de incontables cristianos en Oriente Próximo, que no ha bastado para que muevan un dedo en su defensa. Y mientras el pudridero europeo, ante realidad tan sangrante, se lava las manos como Pilatos, nuestros mandatarios se dedican a retirar los crucifijos de las paredes y a fomentar la caracterización de los católicos como una secta de fantoches cavernarios comandada por una clerigalla pedófila. Mientras los cristianos son martirizados a mansalva en Oriente Próximo, en el pudridero europeo  son estigmatizados y señalados como indeseables, salvo que se apunten al postureo buenista.
En España, entretanto, nos dedicamos a disputar la titularidad de la catedral de Córdoba, a prohibir a los concejales asistir a misa durante las fiestas de su pueblo o a vituperar a un obispo que, frente a la cobardía cagona de tantos mitrados, se atreve a advertir que entre la migración masiva que estamos padeciendo pueden haberse colado yihadistas. Tal actitud dimisionaria reviste un especial carácter suicida, pues no debemos olvidar que, incluso en los sectores moderados del Islam, cualquier iniciativa que consista en ampliar la presencia musulmana en España se ve impulsada por la idea del 'retorno' a una tierra sobre la que, por haber estado bajo dominio mahometano hace más de quinientos años, se reclama un derecho de propiedad. Y todo esto ocurre mientras las masas cretinizadas chapotean con alborozo en sus entretenimientos plebeyos, o se enzarzan en grotescas demogrescas, o reclaman más derechos de bragueta. Cuando llegue la hora del degüello, quienes hoy les llenan la cabeza de morralla laicista y de alfalfa sistémica ya se habrán pasado con armas y bagajes al Islam, para seguir chupando del bote.

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