sábado, 28 de mayo de 2011

(VII). LOS ORNAMENTOS LITÚRGICOS (I)






Como explicaba Benedicto XVI en la homilía pronunciada en la Santa Misa Crismal oficiada en la Basílica Vaticana el jueves 5 de abril de 2007, el hecho de que el sacerdote se acerque al altar vestido con ornamentos litúrgicos tiene el doble significado de hacer claramente visible tanto a los fieles como al propio celebrante que él está allí en persona de Cristo, para obrar la renovación incruenta de su sacrificio redentor. De ahí que el desarrollo histórico de los ornamentos sacerdotales sea una profunda expresión simbólica de lo que significa el sacerdocio y que ellos guarden correspondencia en su color con el calendario litúrgico. Ellos manifiestan exteriormente, además, la diversidad de ministerios que sirven los miembros del Cuerpo místico de Cristo y contribuyen al decoro de la acción sagrada (Instrucción General del Misal Romano, nr. 335). Debido a esta importancia, en otros tiempos, el sacerdote rezaba unas oraciones especiales al revestirse que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos de su particular ministerio.

El primer ornamento con que se reviste el sacerdote es el amito, que es un trozo de tela blanca rectangular y lo suficientemente ancha para que cubra el cuello y los hombros. En la forma ordinaria, este ornamento puede omitirse si el alba cubre el vestido común alrededor del cuello (Instrucción General del Misal Romano, nr. 336). En el pasado —y todavía hoy en las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento, necesaria para una digna celebración de la santa Misa. Nuestros pensamientos no deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de la vida diaria; los sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia, casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos, sino que han de mirar a Cristo que se hará real, verdadera y sustancialmente presente sobre el altar. Por eso, la oración que acompaña a este ornamento dice: «Pon, Señor, sobre mi cabeza el yelmo de salvación para rechazar los asaltos del enemigo». Después de ponerse el amito, el sacerdote se viste con una túnica que lo cubre de arriba a abajo, y que, por ser siempre blanca, ha recibido el mismo nombre de su adjetivo en latín: alba. Es uno de los más importantes ornamentos litúrgicos, al punto que en la forma ordinaria comporta la vestidura sagrada para todos los ministros ordenados e instituidos (Instrucción General del Misal Romano, nr. 336). Místicamente nos recuerda la pureza de corazón que ha de poseer el que la lleva, lo que explica que el sacerdote al ponérsela diga: «Hazme puro, Señor, y limpia mi corazón, para que, santificado por la sangre del cordero, pueda gozar de las delicias eternas». Para que el alba se adapte convenientemente al cuerpo, el sacerdote se ciñe sobre ella un grueso cordón, llamado cíngulo, que puede ser blanco, dorado o del color litúrgico del día. En la forma ordinaria, éste puede omitirse si el alba está hecha de tal manera que se adapta al cuerpo aun sin él (Instrucción General del Misal Romano, nr. 336). Espiritualmente nos recuerda, tal y como indica la oración que reza el sacerdote, la necesidad de luchar contra las bajas pasiones de la carne: «Cíñeme, Señor, con el cíngulo de la pureza, y apaga en mis carnes el fuego de la concupiscencia, para que more siempre en mí la virtud de la continencia y castidad». 

Sobre el alba debidamente ceñida el sacerdote lleva la estola. Ésta fue en su origen una faja o banda que algunos vestían como adorno o señal de autoridad y otros por necesidad. Sólo pueden llevarla quienes han recibido el sacramento del orden en alguno de sus grados, esto es, los obispos, sacerdotes y diáconos, aunque cada uno de ellos lo haga de un modo distinto. El diácono la lleva sobre el hombro izquierdo y la hace cruzar a su lado derecho, sujetándola con el cíngulo. El sacerdote la lleva cruzada sobre el pecho, y el obispo simplemente colgando del cuello. Espiritualmente, la estola quiere recordarnos la dignidad de hijos de Dios que desgraciadamente perdimos por el pecado de Adán y Eva, y así, al ver que el sacerdote, que es nuestro representante ante el Altísimo, lleva la estola puesta, podemos gozosamente contar con que la gracia divina nos devolverá aquella dignidad y herencia que le corresponde, es decir, la eterna Gloria. La Iglesia hace pedir, al imponérsela el sacerdote, la inmortalidad, perdida por el pecado, y el premio de nuestro último y feliz destino: «Devuélveme, Señor, la estola de la inmortalidad, que perdí con la prevaricación del primer padre, y aún cuando me acerque, sin ser digno, a celebrar tus sagrados misterios, haz que merezca el gozo sempiterno».

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